El hambre es una necesidad fisiológica: comer resulta imprescindible para nuestro organismo y supervivencia.
Biológicamente, disponemos de mecanismos fisiológicos responsables de señalizar el hambre y la saciedad. Sin embargo, estas sensaciones pueden omitirse deliberadamente, pasar inadvertidas e incluso confundirse, dando lugar a relaciones alteradas con la comida.
En algún momento, todos hemos escuchado (o incluso utilizado) expresiones como “se me ha cerrado el estómago” o “no puedo dejar de picar” cuando se está pasando por un momento complicado.
Experimentar sensación de hambre no siempre se acompaña de la ingesta necesaria, y en el extremo opuesto, en ocasiones la conducta de ingesta se da en ausencia de sensación de hambre.
Este hecho pone de manifiesto que la acción de comer significa mucho más que alimentarse.
La alimentación está influida por factores sociales, culturales, cognitivos, conductuales e indudablemente, emocionales. La combinación de todos ellos, determinará el tipo de relación que mantenemos con la comida.
La comida es un potente estímulo reforzador: comer cuando sentimos “el estómago vacío” genera una sensación de alivio, placer y bienestar. Pero la búsqueda de estas sensaciones no se asocia únicamente a satisfacer nuestra necesidad derivada del hambre fisiológica.
En algún momento todos recurrimos a la comida como “recompensa o premio” (por ejemplo, ante una celebración). Sin embargo, esta conducta resulta problemática cuando se convierte en la única estrategia (o la más frecuente) para hacer frente al malestar u obtener placer.
Nuestro estado emocional y nuestros recursos para regularlo pueden contribuir a desencadenar la conducta de ingesta, incluso en ausencia de sensación de hambre.
El “hambre emocional” refleja aquella ingesta alimentaria derivada de ansiedad, estrés, tristeza, soledad, aburrimiento o alegría, aunque comúnmente suele denominarse “ansiedad por comer” (hecho que por otro lado, puede dar lugar a confusión)
El bucle del comer emocional
Inicialmente, la relación entre emoción e ingesta puede originarse de manera fortuita y “casual”.
Quizá después de una larga jornada laboral fuera de casa y varias situaciones de estrés a tus espaldas pienses: “ahora es mi momento”, recurriendo inconscientemente a la comida como una vía de escape que permite evadirse momentáneamente de una realidad incómoda, obteniendo una recompensa a corto plazo.
Así, una situación de malestar o emocionalmente desagradable, desencadena un deseo anticipatorio hacia “alimentos” poco saludables (generalmente los más “prohibidos o evitados”) que al consumirlos generan un placer inmediato.
Cuando este comportamiento se repite en el tiempo, se produce un aprendizaje asociativo en el que, erróneamente, la comida se concibe como una estrategia para manejar las emociones y solución ante el malestar. Como toda conducta que se práctica reiteradamente, la ingesta emocional pasa a convertirse en un hábito, una respuesta aprendida que puede llegar a aparecer de manera automática.
Sin embargo, la sensación de placer que se obtiene de la comida tiene una breve duración e inmediatamente después, esa misma recompensa inicial se transforma en fuente de malestar, dando lugar a emociones como culpabilidad, frustración o vergüenza.
En ocasiones, la persona puede prometerse a sí misma no “caer de nuevo”, llegando a evitar cualquier “exceso” a través de prohibiciones, sin saber que la propia restricción favorecerá que aparezca otro episodio de ingesta descontrolada.
En cualquier caso, tanto el malestar derivado de la pérdida de control como las situaciones emocionalmente “activadoras”, actuarán como desencadenantes de futuros episodios de “comer emocional”, ya que es el único recurso conocido en el que refugiarse, generando un círculo vicioso del que puede resultar difícil escapar.
Cuando aparece el hambre emocional, la conducta de ingesta no se da porque se experimente hambre real: no se come para acallar el hambre, sino para tratar de silenciar las emociones.
Las consecuencias a largo plazo de tratar de regular las emociones a través de la comida repercuten a nivel psicológico y pueden llegar a afectar a la salud física, favoreciendo la aparición de sobrepeso, obesidad y otros trastornos alimentarios.